Hace unas décadas, cuando los psicólogos creyeron que se podrían comunicar con los chimpancés por el lenguaje de los signos, uno de los investigadores más relevantes confesó que nunca le enseñaría a su chimpancé la noción de su propia e inevitable muerte. Ningún otro animal entendía el más terrible de todos los hechos, y él había tenido visiones en las que su mono instruido difundía por signos las malas noticias a todo el reino chimpancé.

¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad! ¿Qué saca el hombre de todas las fatigas que lo fatigan bajo el sol? Una generación se va, otra viene, mientras la tierra siempre está quieta. Sale el sol, se pone el sol, jadea por llegar a su puesto y de allí vuelve a salir. Lo que pasó, eso pasará; lo que sucedió, eso sucederá: nada hay nuevo bajo el sol. Si de algo se dice: ‘Mira, esto es nuevo’, ya sucedió en otros tiempos mucho antes de nosotros. Nadie se acuerda de los antiguos y lo mismo pasará con los que vengan: no se acordarán de ellos sus sucesores. (Eclesiastés 1, 2-11) 

Estamos de paso. Quizá nadie se acuerde de nosotros después de que nos hayamos ido. Si embargo, qué mejor tarea que dejar el mundo un poco más habitable de lo que estaba cuando llegamos. Qué me mejor manera de ir haciendo que venga el Reino de los Cielos si nuestras vidas son un empeño terco en hacer el bien.

Y yo me iré 
Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando; 
y se quedará mi huerto, con su verde árbol, 
y con su pozo blanco. 

Todas la tardes el cielo será azul y plácido; 
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario. 

Se morirán aquellos que me amaron; 
y el pueblo se hará nuevo cada año; 
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado, 
mi espíritu errará, nostálgico… 

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol verde, 
sin pozo blanco, sin cielo azul y plácido… 
Y se quedarán los pájaros cantando. 
 (Juan Ramón Jiménez)